jueves, 7 de agosto de 2014

El perfume de la muerte



  Después de esa experiencia pasé mucho tiempo intentando sentir lo mismo practicando esa especie de voyerismo inocente. Busqué sin conseguirlo obtener con la sola observación de otras mujeres que más o menos se parecían a ella esa sensación de estar contemplando a un ser realmente bello y excitante, pero fue en vano; solo lograba sentir una furia que no era más que la muestra cabal de mi impotencia y a esa edad, la adolescencia, eso fue muy difícil de controlar, requirió de toda una técnica que me auto impuse para no hacer lo que realmente me nacía hacer: destruirlo todo.
Acompañaba a mi padre a la iglesia cada mañana y tarde luego de volver de la escuela y le ayudaba a hacer reparaciones en paredes, bancos o la misma instalación eléctrica del lugar. Intentaba cansarme, buscaba cada vez acostarme agotado para no pensar en lo que pensaba pero era muy difícil, ni una sola vez pude cerrar los ojos en ese tiempo sin que aquella imagen de ella sumergida en agua tibia me llegara como principio y fin de mis deseos. Ya era un hecho que iba a tener que revivirlo pero eso me llevó unos cuatro años más y dos frustrantes relaciones “normales” que acabaron porque ninguna de ellas quería que nuestra primera relación sexual fuese solo tocarlas. Para entonces ya era conocido como un amante fracasado en todo el maldito pueblo y solo lograba cierto respeto gracias al buen nombre de mi familia.
No me aislé de todo solo porque mi madre insistió en que aprendiera el oficio de mi padre (como él lo aprendió de mi abuelo) y ello implicó tener contacto permanente no solo con los fieles que concurrían a nuestra iglesia sino participar activamente en las actividades que realizábamos haciendo excursiones con los niños que concurrían a la escuela de verano.
  Decidir hacerme con una mujer fue un acto surgido en el momento, como ya lo he dicho. Mi primer asesinato fue un acto improvisado: vi a una mujer que salía del supermercado por el que solía pasar camino a mi casa cada noche en que volvía tarde de la iglesia y solo me surgió acercarme con la excusa de pedirle la hora y ya no pude detenerme; le tapé la boca y la arrastré hasta unos arbustos que estaban a pocos pasos del estacionamiento y pronto la sometí dándole un golpe en la cabeza con una piedra y luego (más por miedo a que pudiese reconocerme después, que otra cosa) no pude no ahorcarla. Montado sobre ella apreté su cuello hasta que dejó de respirar. Sus ojos se quedaron mirándome fijo y sus manos aferradas como garras a mis ropas.
Recuerdo haber quitado mis manos de su cuello y notar, entre mi exaltación y ese golpeteo indescriptible que produce el corazón ante tal estado, sentir mis pantalones mojados; agacharme y olerle el cuello…tocarle el pelo…buscar la tibieza de su piel bajo las ropas con una desesperación nueva y desconocida en mí. Jamás la penetré, no era eso lo que realmente necesitaba, solo quería tocarla y eso hice hasta que una pareja se acercó y temí ser visto y me fui escurriéndome en la oscuridad.
 Después sucedió lo del terror a ser descubierto y me surgió esa paranoia que solo con el tiempo se me fue. Seguí el desarrollo de la investigación tanto por medios escritos como orales y me inventé fiebres y estados gripales para no salir de mi casa.
Nadie podía creer que en un lugar tan pequeño (apenas veinte mil habitantes), y con una cultura prácticamente basada en la moral y la religión hubiese un ser tan despreciable que pudiese quitarle la vida a alguien. Yo tampoco podía creerlo, pero no sentí que fuese un monstruo ni nada parecido cada vez que me vi en el espejo: solo era un muchacho, eso era, un muchacho que jamás había dañado a nadie …hasta entonces.

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