miércoles, 31 de diciembre de 2014

El falso profeta

  Mi padre enfermó antes que pudiese terminar mis estudios y debí volver a mi ciudad y hacerme cargo de sus cosas, entre ellas la iglesia y el campamento de verano. Mi madre me ayudó tanto como pudo pero las obligaciones que adquirí fueron demasiadas para tan poco tiempo de haber regresado. Me puse al día lo más pronto posible y fui el nuevo ministro desde el domingo siguiente. No necesité ayuda para mentirle a los fieles, siempre fui bueno haciéndome con la idea de que Dios podía hablarme aunque sea para convencerlos que alguien “velaba por todos nosotros”, aunque ni en eso creía. Mi abuelo paterno me enseñó eso, eso de la fe y la vulnerabilidad de quienes tienen la autoestima baja o les falta la instrucción suficiente como para hacerse preguntas filosóficas que den por tierra con las teológicas; corderos, nada ni nadie pudo haber definido mejor a un creyente: mansos, silenciosos, obedientes… como aquellos que mi padre degollaba “piadosamente” para alimentarnos. Nuestra familia había vivido de eso desde que tengo uso de razón, siempre comimos gracias a las mentiras, les hicimos creer lo que deseaban y hasta hubo un tiempo en que mi abuelo supo hacerles creer que Dios hablaba por él (eran tiempos de sequía, recuerdo), y supo devolverles la esperanza hasta que por fin llegaron las lluvias y todos le agradecieron como si él hubiese hecho algo más que hablar, algo más que especular sobre el futuro.
La gente cree lo que desea creer, esa es la verdad, por eso existimos los guías espirituales.
  Me hice cargo ese domingo y para el domingo siguiente la concurrencia era mayor, un poco se debió a mi sermón lleno de ímpetu pero mayormente creo que los movió la curiosidad por escuchar al “hijo del pastor”. Lo cierto es que fueron días de abundancia aquellos y de redescubrirme en una faceta desconocida hasta entonces: como líder. Me gustó que las mujeres me prestaran su total atención en todo momento y que se me acercaran y halagaran una vez concluido, la mayoría de ellas habían sido fieles de mi abuelo, lo eran de mi padre y podrían ser las mías un tiempo, pero lo importante es que probé el sabor del poder y sabe a sangre; es el olor de un animal herido que uno sabe que puede cazar con facilidad y solo debe ser paciente, así se siente.
Desde ese lugar pude comprender aquello que hasta entonces llamaba “locura” en mi padre, eso de creer que Dios podía hablarle en sueños y manifestarse en situaciones impensadas y hasta buscar los por qué de “los castigos” a los que “éste” nos sometía cuando faltaba pan en nuestra mesa. Pude entender que hay que estar muy cuerdo para no volverse loco y acabar creyendo nuestras propias mentiras, que no se debe dar forma a ningún ser que nombren las escrituras ni imaginarlos siquiera para que no te desvelen ni se metan en tus sueños ni atormenten, y que el sendero por el que camina aquel que guía es tan estrecho que un solo paso en falso te puede quitar del camino.
Todo eso aprendí. Pero sobretodo aprendí a mostrarme como cada una de esas mujeres quería verme para ganarme la confianza que necesitaba para mis propósitos oscuros.
  Gozaba de toda una cohorte de fanáticas creyentes que se afanaban lentamente en ser el centro de mi atención y buscaban en todo momento que no solo las incluyese en mis plegarias (creían que yo rezaba por ellas o por alguien) sino les bendijera sus hogares y a sus niños o festejos también, y yo lo hacía gustoso como buen predicador: susurraba con los ojos cerrados frente a ellas en sus casas y hacía como que oraba pidiendo felicidad y paz para esos lugares y sus moradores, luego movía la mano como dibujando en el aire la señal de la cruz y las besaba en las mejillas dando por concluida mi misión; me pagaban por las molestias (eso que llaman “contribución”) y luego me iba recordándoles no faltar el siguiente domingo al sermón de la iglesia.
Mi padre entonces estaba contento, mi madre también, mis abuelos orgullosos y yo disfrutaba de este inesperado lugar en mi comunidad.

domingo, 17 de agosto de 2014

Camino al infierno

  Luego de un tiempo y varios presuntos asesinos encerrados y vueltos a soltar después, se descartó la idea de que quien había matado a esa mujer fuese alguien del pueblo y el caso se archivó: se cerró por orden del superintendente el único bar que había sobre la ruta principal y a donde solían llegarse todos los que estaban de paso y se hizo casi una persecución personal a todos los que entraban al pueblo por una razón u otra: se los sometía a una especie de interrogatorio en plena calle o donde se los encontrase. Nadie era bienvenido; todos eran potenciales asesinos de “nuestra gente”.
La mujer que asesiné supe luego que era una de las cajeras de ese negocio, estaba casada y tenía dos niños pequeños. Mi padre ofició la misa que la familia pidió en su responso al mes de su muerte y ahí los conocí a todos ellos; recuerdo haberles entregado en mano un mensaje que mi padre preparó para ellos en donde decía: “ Nadie puede separar las almas que Dios ha juntado y bendecido en matrimonio”. El hombre lloró tapándose la cara frente a mí mientras yo permanecía parado a centímetros de él y veía como los niños se abrazaban a sus piernas.
Me volví y solo salí de allí. Necesitaba tomar aire…pensar…Una y mil veces me repetí que no había sido yo, que yo no la había matado, que había sido un extraño que llegó al pueblo y luego siguió su camino…Yo no pude dejar a esos niños sin madre. No fui yo…
 Me hice a la idea de que, como rezan las escrituras, ella ya estaba en el paraíso y era gracias a mí después de todo: yo iría al infierno, de eso no había dudas para mí, pero ella ya estaba a salvo de todos sus pecados.
Al principio tuve muchos problemas para aceptarme un pecador, me hizo sentir muy mal y supo desvelarme noches enteras donde rezar y disculparme ante un dios que jamás me respondía se volvió una constante. Muchas veces estuve a punto de confesarme con mi padre pero algo siempre me detuvo y fue mejor así porque entonces no sabía que él no era un santo ni nada parecido a como se había presentado siempre ante todos (pero eso lo supe después, varios años después).

  Me fui a casa de mis abuelos maternos los dos años siguientes. Ellos vivían en una ciudad que quedaba a cuatro horas de mi pueblo y lo suficientemente lejos como para pensar. Estudié, trabajé en la ferretería de mi abuelo, me hice de varios amigos y hasta fumé y bebí con ellos en los bares del lugar; encontrándome lejos de la rigidez social y moral de mi comunidad fue sencillo ser “libre” y me sentí muy bien. Tuve sexo con prostitutas más de una vez y les pagué y se metieron en tinas con agua tibia cuantas veces quise obedeciéndome y las acaricié bajo el agua. Reviví tanto como pude mi fantasía: apagaba las luces hasta quedar en penumbras, llenaba la bañera con agua tibia hasta que rebasaba e inundaba el piso y luego les pedía que entraran allí desnudas; regaba el piso con pastillas de colores y me sentaba a mirarlas y acariciarlas hasta lograr el climax, entonces tenía sexo con ellas pero debían seguir fingiéndose muertas hasta que yo me fuera, ese era el trato. Siempre les pagaba bien, pero al final ninguna de las que tuve quiso seguir estando conmigo porque, decían, me tenían miedo, y al final me volví muy popular entre ellas: era el tipo con quien no debían ir porque “estaba loco”.
Yo nunca he estado loco. Los locos no comprenden lo que hacen pero yo sabía bien lo que hacía, ¡siempre lo supe!, por eso ellas no podían decir eso de mí pero yo no podía evitarlo. Ellas acostumbraban a ser maltratadas en la cama, a ser golpeadas, violadas, discriminadas, tratadas como basura…pero era “anormal” que alguien les pidiera fingirse muertas y las tratase dulcemente dentro de una bañera con agua tibia. ¡Eso era “anormal”,y no sus miserables vidas sino lo que yo les pedía!. Todo eso era una mierda, esa forma de pensar que tenían era una mierda.
Al final solo pude “socializar” con una prostituta que no solo no me temía en lo absoluto sino que me cobraba por hora y pedía cosas tan molestas para mí como que la llevase a cenar antes de ir a un hotel o que le pagase la cuenta de luz o gas de su casa en alguno de los autoservicios en los que parábamos antes de llevarla de vuelta. No era una mujer atractiva, ni joven ni simpática siquiera, pero no se quejaba de nada. Miento si digo que estar con ella me daba el placer que buscaba, nada más lejano, pero esa experiencia era algo que necesitaba y solo la repetía casi inconscientemente aunque con ella llegué a no tener sexo y cuando la acariciaba solo cerraba los ojos para imaginar a quien realmente quería estar tocando.
Frustrante, creo que esa es la definición que mejor cabe en este tramo de la historia: mi vida sexual era frustrante y algo similar a la ira me quemaba el pecho cada vez que una mujer me rechazaba.



jueves, 7 de agosto de 2014

El perfume de la muerte



  Después de esa experiencia pasé mucho tiempo intentando sentir lo mismo practicando esa especie de voyerismo inocente. Busqué sin conseguirlo obtener con la sola observación de otras mujeres que más o menos se parecían a ella esa sensación de estar contemplando a un ser realmente bello y excitante, pero fue en vano; solo lograba sentir una furia que no era más que la muestra cabal de mi impotencia y a esa edad, la adolescencia, eso fue muy difícil de controlar, requirió de toda una técnica que me auto impuse para no hacer lo que realmente me nacía hacer: destruirlo todo.
Acompañaba a mi padre a la iglesia cada mañana y tarde luego de volver de la escuela y le ayudaba a hacer reparaciones en paredes, bancos o la misma instalación eléctrica del lugar. Intentaba cansarme, buscaba cada vez acostarme agotado para no pensar en lo que pensaba pero era muy difícil, ni una sola vez pude cerrar los ojos en ese tiempo sin que aquella imagen de ella sumergida en agua tibia me llegara como principio y fin de mis deseos. Ya era un hecho que iba a tener que revivirlo pero eso me llevó unos cuatro años más y dos frustrantes relaciones “normales” que acabaron porque ninguna de ellas quería que nuestra primera relación sexual fuese solo tocarlas. Para entonces ya era conocido como un amante fracasado en todo el maldito pueblo y solo lograba cierto respeto gracias al buen nombre de mi familia.
No me aislé de todo solo porque mi madre insistió en que aprendiera el oficio de mi padre (como él lo aprendió de mi abuelo) y ello implicó tener contacto permanente no solo con los fieles que concurrían a nuestra iglesia sino participar activamente en las actividades que realizábamos haciendo excursiones con los niños que concurrían a la escuela de verano.
  Decidir hacerme con una mujer fue un acto surgido en el momento, como ya lo he dicho. Mi primer asesinato fue un acto improvisado: vi a una mujer que salía del supermercado por el que solía pasar camino a mi casa cada noche en que volvía tarde de la iglesia y solo me surgió acercarme con la excusa de pedirle la hora y ya no pude detenerme; le tapé la boca y la arrastré hasta unos arbustos que estaban a pocos pasos del estacionamiento y pronto la sometí dándole un golpe en la cabeza con una piedra y luego (más por miedo a que pudiese reconocerme después, que otra cosa) no pude no ahorcarla. Montado sobre ella apreté su cuello hasta que dejó de respirar. Sus ojos se quedaron mirándome fijo y sus manos aferradas como garras a mis ropas.
Recuerdo haber quitado mis manos de su cuello y notar, entre mi exaltación y ese golpeteo indescriptible que produce el corazón ante tal estado, sentir mis pantalones mojados; agacharme y olerle el cuello…tocarle el pelo…buscar la tibieza de su piel bajo las ropas con una desesperación nueva y desconocida en mí. Jamás la penetré, no era eso lo que realmente necesitaba, solo quería tocarla y eso hice hasta que una pareja se acercó y temí ser visto y me fui escurriéndome en la oscuridad.
 Después sucedió lo del terror a ser descubierto y me surgió esa paranoia que solo con el tiempo se me fue. Seguí el desarrollo de la investigación tanto por medios escritos como orales y me inventé fiebres y estados gripales para no salir de mi casa.
Nadie podía creer que en un lugar tan pequeño (apenas veinte mil habitantes), y con una cultura prácticamente basada en la moral y la religión hubiese un ser tan despreciable que pudiese quitarle la vida a alguien. Yo tampoco podía creerlo, pero no sentí que fuese un monstruo ni nada parecido cada vez que me vi en el espejo: solo era un muchacho, eso era, un muchacho que jamás había dañado a nadie …hasta entonces.

lunes, 28 de julio de 2014

Su piel dormida

 La segunda vez que entré en esa casa lo hice mientras ella estaba en su cuarto con un hombre. A él no lo conocía pero era un chofer de camión que solía pasar por el pueblo y esperarla a que terminase su turno en el trabajo para gozarla un par de noches y luego irse dejandole promesas de volver para siempre (las mentiras de los casados que ni se han molestado en tantos siglos siquiera en ayornarlas para que ellas no se sientan las putas de turno). Me metí en su casa por la puerta que daba al patio y lentamente me acerqué a la habitación mientras ellos se olvidaban del mundo cambiando de lugar uno sobre otro de tanto en tanto buscando dominarse: "el sexo es una lucha de poderes",eso aprendí mirándolos; él era un violento desgraciado que gozaba atándole las manos tras la espalda y ella era como un animal enfurecido que cuando lograba soltarse mordía y golpeaba todo el tiempo, pero todo terminaba en un orgasmo. A ella le nacían gemidos como desde dentro, de muy dentro, cuando llegaba al clímax, y él solo apretaba los dientes y apenas si le salía un sonido que bien podría llamarlo gemido pero ni eso parecía. Después él fumaba y ella iba completamente desnuda hasta la cocina y besaba la boca de una botella con gaseosa.
Ella era hermosa desnuda. Me gustaban todas esas redondeces que parecían las curvas de una guitarra española, su contoneo lento y cansado nuevamente hacia la cama y los cabellos revueltos que se solía tocar casi como un tic más de cansancio que de pretender ordenarlos. Tenía los labios como gajos de mandarina y los ojos más bonitos que jamás he vuelto a ver. Si puedo citar a aquella persona de quién me enamoré por vez primera sin duda es ella. La amé sin que supiera. Me toqué cada noche afiebrado por ella y jamás se enteró. Yo soñaba despierto conque ella me acariciara y la rondaba todo el día, antes y después de la escuela, cuando iba al mercado o entraba a donde ella trabajaba con la excusa de pedirle tapitas de gaseosas para hacer un trabajo de la escuela...ella estaba en mi cabeza todo el día.

  La última vez que la vi con vida fue una de esas tardes en que aquel chofer se fue del pueblo. Habían discutido y ella le había arrojado toda su ropa a la calle mientras le gritaba que era un maldito hijo de puta por haberle mentido sobre un futuro juntos. Lloraba mientras él se iba. Yo estaba tras unos arbustos donde solía esperar a que cayera la noche para entrar a su casa.
Él se fue y ella entró y cerró las ventanas y puertas y pude escucharla llorando mientras maldecía y hablaba en voz alta sobre lo ilusa que había sido todo ese tiempo. Iba de un lado a otro allí dentro como un animal enjaulado. La seguí espiándola por las ventanas cuando estuvo lo suficientemente oscuro y para antes que me fuera a mi casa ya estaba más calmada: se estaba por duchar, como siempre.
Volví al día siguiente muy de madrugada y observé por las ventanas tanto como pude hacia adentro y no solo me llamó la atención que las luces que estaban prendidas al irme siguieran igual, sino el hecho de ver salir agua desde el baño: por el pasillo corría agua, mucho. Entré por la puerta del fondo y caminé con cuidado de no tocar nada ni resbalarme, había luz y la puerta del baño estaba entornada, la abrí...y la vi: estaba en la bañera, desnuda, hundida casi toda salvo las rodillas que el agua no tapaba en esa posición contraída que tenían; en el piso había pastillas regadas por doquier que se desteñían como hilos de colores hacia el pasillo. A pesar de mis pocos años sabía que estaba muerta, que eso era estar muerto: dormirse para siempre. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta; el cuerpo de una palidez jamás antes vista.
Cerré la perilla del agua y apagué la luz. Todo quedó en penumbras, yo podía verla bien; seguía tan hermosa como cuando la veía dormir. Sabía que se la iban a llevar ese día y jamás la volvería a ver, eso era un hecho, por lo que no pude ni pensarlo dos veces antes de sentarme en el borde de la bañera y meter mi mano en el agua tibia hasta alcanzar su rostro y acariciarlo: se sentía tan suave...entreabrí sus labios, toqué sus ojos, su cuello (por alguna extraña razón lo hacía creyendo que despertaría al fin y me vería), mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo pero no podía dejar de tocarla, temblaba de emoción, era toda mía entonces, podía hacer con ella lo que deseara...pero solo quería tocarla, verla, abrir mi mano sobre sus pechos y seguir en una caricia su contorno de medialuna, tocar sus caderas, el corto bello de su pelvis...
Ese fue el primer orgasmo verdadero que tuve en toda mi vida, de esos que te sientes morir, que te hacen llorar, y ella jamás lo supo.

miércoles, 23 de julio de 2014

Mi despertar sexual

  Para aquellos Psiquíatras que afirman que el intelecto de un asesino suele ser mayor al promedio conmigo se equivocan: jamás sobresalí en nada, ni en los deportes, y mis dedos son tan gruesos que nunca pude destacarme ni en las manualidades de navidad; yo solo supe (si a eso se lo puede llamar destacar) observar a la gente. Aprendí a seguir a las personas sin ser siquiera visto ni una de las veces en que lo hice, me volví una sombra cuando fue preciso y hasta aprendí a abrir puertas o ventanas sin siquiera forzarlas; eso se lo debo a mi abuelo que supo regalarme cuando niño un juego completo de cerrajería y me puso a cargo de arreglar todas y cada una de las cerraduras que él me consiguió desde entonces, y eso hice. Me volví un experto.
A la primer casa que entré sin ser invitado fue a la de una vecina que vivía sola a dos cuadras de la iglesia. Recuerdo que era una mujer de unos treinta años que trabajaba en un bar en el centro del pueblo y de la que se contaban muchas cosas y yo estaba curioso. No creo haber tenido más de trece o catorce años entonces. Entré y hurgué un poco por ahí mientras esperaba que ella llegara; yo quería probar que podía irme antes de que me viera y cerrar la puerta tan rápido que ni cuenta se podría haber dado de que alguien estuvo allí. Eso era osado para un niño y yo me creía osado. Ya la había visto bañarse muchas noches y salir envuelta en una toalla hasta su cuarto y allí vestirse solo con ropa interior, perfumarse, apagar la luz y dormir; todo mientras la miraba subido a una planta. Si bien ya había visto varias veces a mis primas bañándose en el río y habíamos jugado y nos habíamos tocado en esos juegos no era lo mismo lo que me hacía sentir esa mujer con solo observarla. Por eso me arriesgué.
 Entonces, como dije, la esperé dentro de su casa hasta que llegó ya de noche. Me escondí bajo su cama y desde ahí la escuché ir y venir por la casa haciendo cosas, luego, como siempre, se bañó, se llegó hasta el cuarto y se sentó en la cama,tuve sus piernas a centímetros de mis manos y pude sentir el perfume que tenían; fue muy erótico. Cuando apagó la luz la escuché respirar lentamente, cansada, hasta que se durmió. Entonces salí de mi escondite, me arrodillé a su lado para ver su cara y así me quedé hasta que se volteó dándome la espalda.
  Tan sigilosamente como entré me fui. Pero no fue esa mi última visita a esa casa.

martes, 22 de julio de 2014

Los ojos de los perros

  Puedo asegurar que esta especie de inclinación se manifestó totalmente en mi adolescencia. No es que antes no sintiera deseos cada vez que veía a una joven que me gustara o llamara la atención en el instituto que estudiaba, pero fue la edad y no así el lugar lo que realmente definió lo que deseaba hacer: yo jamás pensaba en hacerles el amor cuando las miraba, quería matarlas. Pero de ese querer hasta que realmente logré mi objetivo pasaron casi veinte años.
Se equivocan quienes afirman que ciertos comportamientos suelen ir descubriendo nuestras inclinaciones desde niños como son las de no crear empatía con facilidad o maltratar a mascotas o personas cruelmente, no suele ser así. Intentar comprender actos tan violentos encasillándonos dentro de parámetros generales para cierto tipo de "antisociales" no es lo que yo haría. Si bien eso puede servir para hacer un perfil sobre el tipo de asesino que se está buscando no deberían olvidar que somos individuos con incentivos bien diversos a la hora de actuar; que hay quienes lo hacen porque necesitan descargar su furia en algún familiar y no se atreven y por eso la descargan en aquellos que se le parecen; que hay otros que solo son depredadores ocasionales sin un fin determinado más que el sexual; y los habemos meticulosos y sin más incentivo que el placer de darles un orgasmo mortal a la luz de la luna. Que las hacemos para siempre nuestras y las devolvemos mansamente a la tierra que las vio salir.

  Yo crecí en una granja donde el trabajo dignificaba y el culto a la salud era inculcado por mi madre cada día cocinando las verduras que cosechábamos a diario del huerto. Mi padre mataba cabritos de tanto en tanto para que no faltara la carne en nuestra dieta y, recuerdo como si lo estuviese viendo, rezaba siempre antes de clavarles el cuchillo en el pecho para que no sufrieran: después los acariciaba mientras les hablaba de los verdes campos adonde irían una vez muertos y no apuraba ese ritual piadoso sino hasta que los animales dejaban al fin de patear y respirar inútilmente buscando escapar de su destino. Entonces sí le quitábamos la piel, los colgábamos de un árbol y les abríamos la panza de norte a sur para dejar caer  sus intestinos, pulmones, corazón y demás vísceras en un balde que se usaba para eso; allí se escurría la sangre con ese peculiar olor a óxido que tanto me ha llamado la atención desde siempre. Jamás dejé de ver a los perros lamiendo la sangre tibia de ese balde, a sus hocicos rojos y ojos de miradas esquivas...

Remember

  Uno no elige ser asesino, no se equivoquen cuando piensen en nosotros: nosotros, podría asegurarlo, nacemos con esta inclinación que bien llaman perversa por no encontrar una palabra más acorde a lo que sentimos cada vez que tomamos una vida como a propia. No somos monstruos, no nos vemos así, podemos caminar por las mismas calles que sus hijos, sentarnos a perder tiempo en las plazas como más de una vez lo hacen ustedes, tomarnos un café mirando hacia afuera en algún bar...pasear a nuestros sobrinos tomándolos de las manos y besarlos apenas dejarlos a salvo en manos de sus madres. Eso somos: gente "normal"; hasta que ese "algo" nos desvela por las noches, esa necesidad de someter y sentirnos dueños de los últimos minutos de alguien, de escucharla rogar y llorar y prometernos hasta lo que no tienen para que no le hagamos daño...y no podemos dejar de sentir cierto morbo por todo eso, por mentirles que luego de dejarse hacer lo que deseemos sexualmente las liberaremos, que volverán a sus hogares, con su familia y amigos y esto no pasará a ser más que un horrible recuerdo.
Pero no es lo sexual lo que realmente da placer, en la mayoría de los casos siquiera podemos consumar el acto. El placer está en verlas morir.

  Mi primer asesinato fue un acto tan improvisado que no noté lo que había producido en mí sino hasta ver que había eyaculado en mi ropa interior: recuerdo que sentía el corazón en la garganta y era tanta la adrenalina que no pude dormir sino hasta dos días después; estaba aterrado, creí que me atraparían apenas salir de mi casa. Leí los diarios, vi la televisión, di parte de enfermo en mi trabajo y me bañé cada media hora buscando descartar cualquier evidencia que me hubiese quedado de ella. Lavé mi ropa tantas veces como pude, observé con una lupa cada centímetro de cada prenda en busca de sangre y no hallé. Si bien el cuerpo había quedado lejos de mi casa (la había cazado en el estacionamiento de un supermercado y llevado hasta unos arbustos lejanos), no pude dejar de sentir que alguien pudo haberme visto, que podía haber habido cámaras de seguridad...Esa primera vez estaba paranoico: sobre la ceja izquierda tenía un pequeño raspón que supe hacerme con una rama de los arbustos y hasta que no se curó no me estuve tranquilo.
Inútil sería mentirles que no me masturbé una y otra vez recordando su cara, sus ojos...cuando la ahorcaba con mis manos montado sobre ella.

lunes, 21 de julio de 2014

Maldita primavera

  Nadie debería morir en primavera, eso pienso, la muerte debería ser oscura y fría como los días de invierno, escabrosa como las pesadillas que se tienen antes de que por fin aparezca en sus vidas, así debería ser la muerte. La primavera le da un toque de pesadumbre a mi arte, le quita el horror de esas últimas miradas, de las bocas abiertas en el último grito que jamás salió y aún sigue silenciosamente allí, no los deja ser solo cuerpos profanados, desnudos y míos hasta ser hallados; la maldita primavera los viste de colores y olores y cielos limpios. Todo mi trabajo, toda mi dedicación para exponerlos horriblemente se vuelve tiempo perdido en primavera.
 A la última mujer que asesiné la hallaron en primavera. Si bien era casi un esqueleto para entonces alguien dijo que del pecho le salían unas florecillas amarillas que crecían por doquier y ahí se habían empecinado en crecer; ya tenía los cuencos de los ojos vacíos y la ropa eran jirones de tela podrida por los dos inviernos que pasó bajo ese árbol donde recuerdo haberla dejado acostada. Cuando la maté juré que sería la última, que ya no podía sentir esa especie de placer por ver el miedo en ellas, por sentir el olor de la sangre en mis labios, por escucharlas gritar desesperadamente como si en esos lugares abandonados de la mano de dios alguien pudiese escucharlas...Pero el que la encontrasen me hizo rever esa idea de detenerme al fin porque yo no quería que las hallen y eso habían estado haciendo cada vez: me las quitaban. Por eso fue que decidí hacerme con esa otra chica a poco de encontrar aquella otra. Después de todo, desde hacía varios años yo solo era "el fantasma", y hasta hoy no ha cambiado.