viernes, 30 de enero de 2015

La ira



La noche en que murió Anika era hermosa y calma, no había viento, apenas si una brisa recorría tibiamente el lugar; tengo un recuerdo muy vívido de ella como de cada una de las mujeres que tomé para mí, pero con ella la diferencia radica en que me eriza aún la piel pensarla. No tenía planeado matarla, eso no se planea realmente, se hace una idea mental de cómo puede llegar a ser, cómo actuará, cómo actuaré…pero no hay una planificación que prevea todos los detalles ni la hora exacta ni si se logrará el objetivo buscado y salir ileso. Sobre todo salir ileso.
Hasta entonces su compañía había sido más que grata y me gustaba hurgar en su intimidad tanto como pensarla, pero estas cuestiones del cuerpo y sus deseos( que jamás se entienden con la mente y la razón)me jugaron una mala pasada una de esas noches en que la observaba escondido entre los arbustos cercanos a la luz que iluminaba el balneario. Había un muchacho con ella disfrutando del agua, recuerdo, hablaban y reían contándose cosas de sus pueblos y familias; él era un ayudante igual que ella y también estaba de paso; quizá tenía solo un par de años más. Estaban solos (eso creían) y por ello se arriesgaron a mostrar lo que sentían uno por el otro sin tapujos: se acariciaron y susurraron cosas inaudibles para mí haciéndome arder ese fuego en el pecho que siempre me arde cuando comienzo a enfurecerme; se besaron tiernamente buscando las sombras para ese contacto piel a piel entre el agua y juro que sentí a mi furia como a un ser envilecido buscando venganza desde las entrañas; no era yo, no era nada controlable, era como un demonio al que habían despertado y necesitaba saciar su sed de sangre. Anika era MÍA, yo la había traído hasta allí, por ella había hecho todo eso, por ella seguía allí…y entonces me engañaba…En ese momento quería matarlos a ambos pero no lo hice. Esperé, esperé pacientemente a que él se retirara y ella quedara sola; solía estar hasta muy tarde en el agua, le gustaba hacerlo:
-Qué diría tu abuela- dije entonces prendiendo un cigarrillo. Ella se asustó, se quedó un momento quieta mirando hacia el rincón donde me cubrían las sombras y luego de reconocer mi voz se acercó un poco.
-No he hecho nada malo- adujo-, él es solo un amigo.
La miré mientras fumaba intentando calmarme pero fue imposible hacerlo, el solo pensar que se había dejado tocar por alguien más, besar…me asqueaba, ¡enloquecía!. Le ofrecí mi cigarrillo y se acercó a tomarlo. Fumó torpemente como lo hacen los que improvisan un saber que no tienen. Se notaba desesperada por crecer y ser parte de este “mundo de los grandes”, dejar de obedecer órdenes, ser independiente.
-Anika- susurré buscando que sintiera mi complicidad en su secreto-, tu abuela no se enterará por mi boca, ten eso por seguro.
-Gracias- dijo sonriendo y pareció aliviada.
-¿No tienes frío en el agua a estas horas?- pregunté buscando que me invitase a entrar con ella.
-No, está hermosa, tibia. Entra- dijo al fin-, nadar antes de ir a dormir me relaja.- agregó.
Entré al agua y me moví lentamente sin salirme de las sombras. Ella nadaba bajo la luz del farol invitándome a seguirla pero yo no quería ser visto por nadie ni escuchado. La veía ir y venir frente a mi alegremente y solo pensaba en lo que momentos antes había hecho con ese muchacho, en cómo había gemido suavemente al ser acariciada y besada, en cómo se había entregado a sentir…Vi a una maldita perra que no tuvo remiendo en engañarme. Estaba sucia, ya no era la inocente niña que me había atrapado como a una luciérnaga en una botella y podía hacer conmigo lo que deseara, no era digna siquiera de mi piedad ni mi tiempo.
El agua era verdad: estaba hermosa. Me hundí y nadé un poco hacia un lado y hacia otro rondándola sin salirme ni una vez de aquellas sombras; ella se giraba cada vez al verme aparecer en uno y otro lado y hablaba de cosas que yo no escuchaba ni quería, tenía una necesidad vehemente de crear un vínculo conmigo como lo hacen los niños que se saben en falta y buscan asegurar que su pecado jamás se conozca. Por debajo del agua pasé junto a sus piernas un par de veces y cuando salí solo me preguntó qué estaba haciendo, le contesté que el agua no estaba tan turbia esa noche y por la luz del farol se veía claramente el fondo, ella y hasta las piedras. Se hundió conmigo curiosa de ver lo que yo veía y fue entonces cuando le tomé las manos para que no me rasguñara y la aplasté en el fondo pisándole con fuerza el pecho; se retorció unos interminables momentos en que apretando los dientes solo me afané en cerciorarme que nadie estuviese mirando. Las burbujas que dejó escapar me golpearon la cara. No tengo idea de cuánto tiempo estuve aferrándole las manos y pisándola pero pareció mucho, aún después de que dejara de pelear no dejé de hacerlo hasta estar completamente seguro que había muerto, entonces quité mi pie de su pecho, la atraje hacia mí( era liviana como una pluma)y la abracé; me quedé largo rato sosteniéndola contra mí y toda esa furia, ese enojo…desapareció. Por fin era mía; ya nadie podría quitármela.
Recuerdo haberme enredado en su pelo impregnándome de su olor, de su perfume, haberla acariciado como a un ser maravilloso, perfecto, y haberle hecho el amor como jamás ese maldito niño podría habérselo hecho. Pasé gran parte de la noche con ella. Todos dormían menos yo. Cuando comenzaba a amanecer levanté su cuerpo y lo arrojé hacia el otro lado de las piedras que amurallaban el balneario; el río se lo tragó furiosamente apenas unos metros más allá. Entonces, solo entonces, me fui a dormir.

sábado, 17 de enero de 2015

La paciencia del perro

Anika comenzó a ir al campamento el fin de semana en que éste se puso en marcha, quedó a cargo de las mujeres que ayudaban en la iglesia y con ellas iba y venía del pueblo diariamente; una vez que llegaran a instalarse los primeros contingentes de estudiantes todas ellas se quedarían a vivir días enteros en el lugar y nada sería más propicio para mí. Por el momento solo la veía disfrutar del espacio y hacerse de amigas, compartir almuerzos bajo los frondosos árboles que techaban el lugar y sacarse fotografías para enviar a sus padres, quizá. A veces la veía escribiendo en un cuadernillo azul que sacaba de su mochila pero en general socializaba, las otras jovencitas no la dejaban estar sola y vivían reclamándola cuando iban a bañarse: “Anika, ven que el agua está hermosa”(me parece hasta escucharlas nuevamente…), y ella iba.

La segunda semana llegaron los micros cargados de niños. Llegaron temprano, recuerdo, yo dormía aún en mi cabaña cuando escuché el alboroto y los motores y cómo se quebraba el silencio con las risas. Miré por la ventana y en algunos de ellos me vi reflejado cuando yo tenía esa edad y ese entusiasmo: venían a vivir LA experiencia de verano y eso era especial, muy especial.
Me vestí, lavé la cara y peiné con esmero mirándome en el pequeño espejo que colgaba de la madera que tenía por pared; la raya hacia un lado debía estar perfecta, como siempre, y mi ropa pulcramente organizada por días y horarios a usar: ese día me tocaba vestir pantalones largos y camisa blanca para recibirlos, lo recuerdo, y lucir mi mejor sonrisa al darles la bienvenida. Eso hice. Fui hasta quienes habían traído a los niños y aquellos que los acompañarían los días que estuviesen (padres y otros familiares) y luego de los trámites lógicos en estos casos los invitamos a desayunar en los gazebos que habíamos armado para tal fin. Comimos, charlamos de lo que pretendíamos brindar este año y a lo que apuntábamos conseguir el siguiente con la iglesia y luego les mostramos los espacios que poseía el lugar para poder disfrutar; más tarde los dejé con mis ayudantes y volví a mis tareas. Más allá del fin principal que había tenido todo ese despliegue no puedo dejar de mencionar que el dinero recibido por cada uno de los visitantes excedió nuestras expectativas.
Esa mañana acabaron de llegar mis ayudantes y se instalaron en sus cabañas y por la tarde llegaron los jóvenes voluntarios que habíamos reclutado, entre ellos Anika. Ella iba a vivir su experiencia de campamento en una cabaña cercana a la mía que sugerí a los coordinadores para los voluntarios, y desde donde podía observarla cuanto deseara noche y día desde mi cabaña. Su abuela supo encargármela mucho ese último jueves que fui al caserón y la tranquilicé diciéndole que Dios nos cuidaba a todos.
Las tareas en el campamento eran recreativas pero con los días se volvieron monótonas para quienes estábamos a cargo de los niños o velar por el bienestar de quienes llegaban de visita: dos veces al día iba al pueblo en busca de las cosas necesarias para hacer de comer, asearnos o curarnos; ayudaba en la cocina, barría y limpiaba los lugares donde estaban las mesas de madera y los bancos; ayudaba a tender ropas en los cordeles más allá y hasta vigilaba junto a otros a quienes se metían a bañar al río. Cada decisión a tomar pasaba por mí o por mi padre (que solía estar bien poco) y a nadie más despertaban a cualquier hora de la noche por cuestiones que surgían de improviso como era que algún niño tuviese fiebre y debiera llevarlo al hospital o que algún animal se hubiese metido en alguna cabaña y debiese sacarlo. Fue mi idea y mi carga. Lo único bueno que rescato de tanto trabajo son las tardes en que quienes trabajábamos allí nos recreábamos en el río disfrutando de la jornada concluida, esos en que luego de cenar nos juntábamos para charlar y reír contándonos lo sucedido ese día y compartíamos un cigarrillo o una cerveza en el pedregullo que hacía de playa para bajar al balneario del río; la sonrisa de Anika al probar por vez primera el alcohol y verla desvestirse para irse a dormir en su cabaña. Rescato su rostro de ángel iluminado por la luna en su cama bajo la ventana: suave, delicado, bello como la misma luna alumbrándolo todo esas noches; las sombras y las luces y el cielo preñado de estrellas. Todo eso rescato. Estarme enamorado nuevamente pero de esta niña rescato, levantarme muy temprano para ser yo quien le sirviera el desayuno y no otro apenas verla aparecer en la cocina( siempre buscando no mostrar demasiado interés en ella), llevarla a casa de su abuela cuando debía llevar a otros a ver a los suyos al pueblo y hacerla sentar cerca, rescato, verla nadar bajo la luz que alumbraba el balneario escondido entre las plantas, rescato; disfrutarla de lejos, rescato, desearla tanto…
Cada noche me acostaba pensándola, me desvelaba imaginándola entre mis brazos, la soñaba desnuda mirándome bajo el agua mientras se dejaba acariciar…Me obsesionaba la idea de tenerla, me enfermaba cada vez que se quedaba en casa de su abuela por una o dos noches y todo el lugar sin ella parecía vacío para mí, no tenía sentido esa empresa. Luego la traía y todo yo renacía desde las entrañas como un árbol quemado que se niega a morir: me apretaba el pecho un sentimiento de alborozo que no podía disimular aunque quisiera y ese lugar, el campamento, era el mejor lugar del mundo donde estar.

miércoles, 7 de enero de 2015

Mi coto de caza



  Para cuando comenzó el campamento de verano mi padre ya podía hacerse cargo de los sermones del domingo pero yo seguía visitando a mis fieles seguidoras en sus casas. La mayoría de ellas eran mujeres sexagenarias que insistían en ser visitadas para tener con quién tomar el té y hablar de Dios y todo aquello que las tenía preocupadas entonces, por la edad o por sentirse enfermas, y necesitaban imperiosamente que alguien les dijese que había un “más allá” de esta vida terrenal. Por supuesto: yo iba.
Iba más que nada no solo por las contribuciones que todas y cada una de ellas hacía a nuestra iglesia, sino también porque había descubierto que casi todas estas señoras solían estar acompañadas por sus nietas o empleadas. Eso fue interesante, descubrir una a una a estas mujeres y jovencitas y sus monótonas vidas fue interesante. Entre las empleadas encontré a mujeres aburridas y poco solícitas que se aguantaban los malos tratos solo para llevar el pan a su mesa( viudas, solteras con hijos a cargo, separadas…), nada que realmente me llamase la atención más que para observar su comportamiento desde el lugar que les tocaba ocupar. En cambio entre las nietas todo fue distinto: eran jovencitas dulces que solían sentarse junto a sus abuelas y verlas y verme en silencio como espectadoras de esas charlas cargadas de misticismo que no creo comprendieran bien; algunas de ellas, las más grandes de edad, solían arriesgar alguno que otro pensamiento surgido de la duda filosófica que a todos nos invade cuando hablamos de teología, pero siempre mi palabra ( mi mentira) era la última palabra, la más sabia, y nadie llegó nunca a cuestionarla porque no hablaba de mí cuando lo hacía sino de un dios por medio de sus sagradas escrituras.
Conocí a Anika en una de esas casas. Yo tendría por entonces unos veintitrés años y ella quince, no más. Era una jovencita alegre que había llegado a mi pueblo de visita ese verano y se quedaba en casa de su abuela hasta que sus padres viniesen a buscarla casi a tiempo para comenzar nuevamente las clases. Estudiaba, eso supe, y tenía dos hermanos menores que no viajaron porque vendrían con sus padres a buscarla y entonces estarían una o dos semanas también en casa de su abuela. Su abuela estaba muy enferma, recuerdo, y necesitaba cuidados constantemente por lo que tenía a dos mujeres trabajando para ella y a un jardinero que se encargaba de mantener no solo el afuera de ese gran caserón de principios de siglo sino también las conexiones eléctricas, de gas y cualquier otro arreglo que surgiera en el momento. A él no lo conocía, a sus mucamas sí: una de ellas era amiga de mi madre y la otra vivía a tres cuadras de mi casa. Yo siempre era bienvenido allí.
La primera vez que vi a Anika un escalofrío me recorrió de norte a sur el cuerpo, fue como un golpe, como despertar a la realidad luego de un mal sueño. Recuerdo que fui al caserón como estaba previsto, como cada jueves por la tarde, y golpee a la puerta esperando saludar a una u otra de las acompañantes de la dueña de casa( como siempre), pero me sorprendió gratamente la figura fresca y delicada de esta jovencita invitándome a pasar. Se presentó, me presenté, y ya nada fue igual en mis visitas de los jueves por la tarde: se me metió hasta en los sueños como un dolor insoportable. Hasta entonces yo había estado más que tranquilo en mi papel de buen samaritano, no había vuelto a “pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión”… pero luego de verla volvió mi peor versión y todos mis días, mis noches, mis sueños, los dediqué a planear cómo hacerme con ella: comencé a seguirla, a espiarla, a estudiar sus horarios de entradas y salidas en la casa y fui haciéndome un mapa mental de cómo la cazaría al fin; iba a tenderle una trampa.
Ella no salía mucho de la casa y casi que no trataba con ninguna chica de su edad porque no conocía a nadie así que un mediodía, a la hora del almuerzo, le plantee a mi padre que para recaudar más fondos para la iglesia podíamos hacer volantes invitando puerta a puerta a los vecinos a inscribirse e inscribir a sus hijos u otros familiares en el campamento de verano; esbocé la idea de poner luces en el lugar que teníamos en el río para bañarnos y hasta me propuse para arreglar y acondicionar las cabañas que estaban en desuso por falta de presupuesto. ¡Obviamente…mi padre aceptó gustoso!.
Un día ayudé a escribir la invitación para los vecinos, al siguiente hice la nota de materiales que precisaría para acondicionar el balneario del campamento de vacaciones, al tercero llevé las herramientas y dos semanas más tarde todo estaba en condiciones para recibir a quienes deseaban disfrutar de este espacio arbolado y florido que mi familia tenía a orillas del río y por años había servido como campamento de verano a una u otra escuela, y ahora yo lo transformaría (por esta vez) en mi coto de caza. Era un lugar bello y desolado que se encontraba a tres kilómetros del pueblo y dos kilómetros de la casa más cercana. Por años supo ser mi escondite preferido cuando mi padre me buscaba para castigarme en esos tiempos en que decía que el demonio buscaba habitarme, ahí jamás me encontró, yo me volvía parte del paisaje cada vez que escapaba.

Las invitaciones surtieron efecto prontamente. En aquel lugar donde nunca pasaba nada la idea de tener un sitio para recrearse en familia fue muy tentadora. Pronto el lugar se llenó de visitantes y de carpas y automóviles, tomaron todo el lugar gustosamente y lo disfrutaron como a propio. Jamás hubo tanta gente en él; mi padre estaba exultante.
El primer paso estaba dado, entonces debía dar aquel segundo paso para atraer a Anika y no ser tan obvio ni directo así que apelé a las fieles ayudantes de la iglesia y les propuse buscar ayuda sumando a otras jovencitas que desearan ser útiles cuidando a los niños en el campamento. La idea también fue bien recibida así que con esta propuesta que pronto sería puesta en marcha, fui al caserón y entre charla y charla con la anciana le hice saber a Anika (que siempre estaba junto a su abuela) cómo podía hacer más interesante su estadía en el pueblo sin dejar de acompañarla. Jamás hablé con ella, no era eso lo que yo quería, solo quería que me escuchara así que usé esa charla con su abuela para que se interiorizara de lo que estábamos haciendo y del hermoso lugar que poseíamos para poder recrearse; los horarios en que un colectivo iba desde el pueblo al campamento y aquellos en que volvía. Toda la información que pude dar la di ese día, más tarde llegaron las mujeres que anotaban a las postulantes para ayudar con los niños( yo ya no estaba), y ella solo hizo lo que estaba previsto: se anotó.