miércoles, 7 de enero de 2015

Mi coto de caza



  Para cuando comenzó el campamento de verano mi padre ya podía hacerse cargo de los sermones del domingo pero yo seguía visitando a mis fieles seguidoras en sus casas. La mayoría de ellas eran mujeres sexagenarias que insistían en ser visitadas para tener con quién tomar el té y hablar de Dios y todo aquello que las tenía preocupadas entonces, por la edad o por sentirse enfermas, y necesitaban imperiosamente que alguien les dijese que había un “más allá” de esta vida terrenal. Por supuesto: yo iba.
Iba más que nada no solo por las contribuciones que todas y cada una de ellas hacía a nuestra iglesia, sino también porque había descubierto que casi todas estas señoras solían estar acompañadas por sus nietas o empleadas. Eso fue interesante, descubrir una a una a estas mujeres y jovencitas y sus monótonas vidas fue interesante. Entre las empleadas encontré a mujeres aburridas y poco solícitas que se aguantaban los malos tratos solo para llevar el pan a su mesa( viudas, solteras con hijos a cargo, separadas…), nada que realmente me llamase la atención más que para observar su comportamiento desde el lugar que les tocaba ocupar. En cambio entre las nietas todo fue distinto: eran jovencitas dulces que solían sentarse junto a sus abuelas y verlas y verme en silencio como espectadoras de esas charlas cargadas de misticismo que no creo comprendieran bien; algunas de ellas, las más grandes de edad, solían arriesgar alguno que otro pensamiento surgido de la duda filosófica que a todos nos invade cuando hablamos de teología, pero siempre mi palabra ( mi mentira) era la última palabra, la más sabia, y nadie llegó nunca a cuestionarla porque no hablaba de mí cuando lo hacía sino de un dios por medio de sus sagradas escrituras.
Conocí a Anika en una de esas casas. Yo tendría por entonces unos veintitrés años y ella quince, no más. Era una jovencita alegre que había llegado a mi pueblo de visita ese verano y se quedaba en casa de su abuela hasta que sus padres viniesen a buscarla casi a tiempo para comenzar nuevamente las clases. Estudiaba, eso supe, y tenía dos hermanos menores que no viajaron porque vendrían con sus padres a buscarla y entonces estarían una o dos semanas también en casa de su abuela. Su abuela estaba muy enferma, recuerdo, y necesitaba cuidados constantemente por lo que tenía a dos mujeres trabajando para ella y a un jardinero que se encargaba de mantener no solo el afuera de ese gran caserón de principios de siglo sino también las conexiones eléctricas, de gas y cualquier otro arreglo que surgiera en el momento. A él no lo conocía, a sus mucamas sí: una de ellas era amiga de mi madre y la otra vivía a tres cuadras de mi casa. Yo siempre era bienvenido allí.
La primera vez que vi a Anika un escalofrío me recorrió de norte a sur el cuerpo, fue como un golpe, como despertar a la realidad luego de un mal sueño. Recuerdo que fui al caserón como estaba previsto, como cada jueves por la tarde, y golpee a la puerta esperando saludar a una u otra de las acompañantes de la dueña de casa( como siempre), pero me sorprendió gratamente la figura fresca y delicada de esta jovencita invitándome a pasar. Se presentó, me presenté, y ya nada fue igual en mis visitas de los jueves por la tarde: se me metió hasta en los sueños como un dolor insoportable. Hasta entonces yo había estado más que tranquilo en mi papel de buen samaritano, no había vuelto a “pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión”… pero luego de verla volvió mi peor versión y todos mis días, mis noches, mis sueños, los dediqué a planear cómo hacerme con ella: comencé a seguirla, a espiarla, a estudiar sus horarios de entradas y salidas en la casa y fui haciéndome un mapa mental de cómo la cazaría al fin; iba a tenderle una trampa.
Ella no salía mucho de la casa y casi que no trataba con ninguna chica de su edad porque no conocía a nadie así que un mediodía, a la hora del almuerzo, le plantee a mi padre que para recaudar más fondos para la iglesia podíamos hacer volantes invitando puerta a puerta a los vecinos a inscribirse e inscribir a sus hijos u otros familiares en el campamento de verano; esbocé la idea de poner luces en el lugar que teníamos en el río para bañarnos y hasta me propuse para arreglar y acondicionar las cabañas que estaban en desuso por falta de presupuesto. ¡Obviamente…mi padre aceptó gustoso!.
Un día ayudé a escribir la invitación para los vecinos, al siguiente hice la nota de materiales que precisaría para acondicionar el balneario del campamento de vacaciones, al tercero llevé las herramientas y dos semanas más tarde todo estaba en condiciones para recibir a quienes deseaban disfrutar de este espacio arbolado y florido que mi familia tenía a orillas del río y por años había servido como campamento de verano a una u otra escuela, y ahora yo lo transformaría (por esta vez) en mi coto de caza. Era un lugar bello y desolado que se encontraba a tres kilómetros del pueblo y dos kilómetros de la casa más cercana. Por años supo ser mi escondite preferido cuando mi padre me buscaba para castigarme en esos tiempos en que decía que el demonio buscaba habitarme, ahí jamás me encontró, yo me volvía parte del paisaje cada vez que escapaba.

Las invitaciones surtieron efecto prontamente. En aquel lugar donde nunca pasaba nada la idea de tener un sitio para recrearse en familia fue muy tentadora. Pronto el lugar se llenó de visitantes y de carpas y automóviles, tomaron todo el lugar gustosamente y lo disfrutaron como a propio. Jamás hubo tanta gente en él; mi padre estaba exultante.
El primer paso estaba dado, entonces debía dar aquel segundo paso para atraer a Anika y no ser tan obvio ni directo así que apelé a las fieles ayudantes de la iglesia y les propuse buscar ayuda sumando a otras jovencitas que desearan ser útiles cuidando a los niños en el campamento. La idea también fue bien recibida así que con esta propuesta que pronto sería puesta en marcha, fui al caserón y entre charla y charla con la anciana le hice saber a Anika (que siempre estaba junto a su abuela) cómo podía hacer más interesante su estadía en el pueblo sin dejar de acompañarla. Jamás hablé con ella, no era eso lo que yo quería, solo quería que me escuchara así que usé esa charla con su abuela para que se interiorizara de lo que estábamos haciendo y del hermoso lugar que poseíamos para poder recrearse; los horarios en que un colectivo iba desde el pueblo al campamento y aquellos en que volvía. Toda la información que pude dar la di ese día, más tarde llegaron las mujeres que anotaban a las postulantes para ayudar con los niños( yo ya no estaba), y ella solo hizo lo que estaba previsto: se anotó.

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