sábado, 17 de enero de 2015

La paciencia del perro

Anika comenzó a ir al campamento el fin de semana en que éste se puso en marcha, quedó a cargo de las mujeres que ayudaban en la iglesia y con ellas iba y venía del pueblo diariamente; una vez que llegaran a instalarse los primeros contingentes de estudiantes todas ellas se quedarían a vivir días enteros en el lugar y nada sería más propicio para mí. Por el momento solo la veía disfrutar del espacio y hacerse de amigas, compartir almuerzos bajo los frondosos árboles que techaban el lugar y sacarse fotografías para enviar a sus padres, quizá. A veces la veía escribiendo en un cuadernillo azul que sacaba de su mochila pero en general socializaba, las otras jovencitas no la dejaban estar sola y vivían reclamándola cuando iban a bañarse: “Anika, ven que el agua está hermosa”(me parece hasta escucharlas nuevamente…), y ella iba.

La segunda semana llegaron los micros cargados de niños. Llegaron temprano, recuerdo, yo dormía aún en mi cabaña cuando escuché el alboroto y los motores y cómo se quebraba el silencio con las risas. Miré por la ventana y en algunos de ellos me vi reflejado cuando yo tenía esa edad y ese entusiasmo: venían a vivir LA experiencia de verano y eso era especial, muy especial.
Me vestí, lavé la cara y peiné con esmero mirándome en el pequeño espejo que colgaba de la madera que tenía por pared; la raya hacia un lado debía estar perfecta, como siempre, y mi ropa pulcramente organizada por días y horarios a usar: ese día me tocaba vestir pantalones largos y camisa blanca para recibirlos, lo recuerdo, y lucir mi mejor sonrisa al darles la bienvenida. Eso hice. Fui hasta quienes habían traído a los niños y aquellos que los acompañarían los días que estuviesen (padres y otros familiares) y luego de los trámites lógicos en estos casos los invitamos a desayunar en los gazebos que habíamos armado para tal fin. Comimos, charlamos de lo que pretendíamos brindar este año y a lo que apuntábamos conseguir el siguiente con la iglesia y luego les mostramos los espacios que poseía el lugar para poder disfrutar; más tarde los dejé con mis ayudantes y volví a mis tareas. Más allá del fin principal que había tenido todo ese despliegue no puedo dejar de mencionar que el dinero recibido por cada uno de los visitantes excedió nuestras expectativas.
Esa mañana acabaron de llegar mis ayudantes y se instalaron en sus cabañas y por la tarde llegaron los jóvenes voluntarios que habíamos reclutado, entre ellos Anika. Ella iba a vivir su experiencia de campamento en una cabaña cercana a la mía que sugerí a los coordinadores para los voluntarios, y desde donde podía observarla cuanto deseara noche y día desde mi cabaña. Su abuela supo encargármela mucho ese último jueves que fui al caserón y la tranquilicé diciéndole que Dios nos cuidaba a todos.
Las tareas en el campamento eran recreativas pero con los días se volvieron monótonas para quienes estábamos a cargo de los niños o velar por el bienestar de quienes llegaban de visita: dos veces al día iba al pueblo en busca de las cosas necesarias para hacer de comer, asearnos o curarnos; ayudaba en la cocina, barría y limpiaba los lugares donde estaban las mesas de madera y los bancos; ayudaba a tender ropas en los cordeles más allá y hasta vigilaba junto a otros a quienes se metían a bañar al río. Cada decisión a tomar pasaba por mí o por mi padre (que solía estar bien poco) y a nadie más despertaban a cualquier hora de la noche por cuestiones que surgían de improviso como era que algún niño tuviese fiebre y debiera llevarlo al hospital o que algún animal se hubiese metido en alguna cabaña y debiese sacarlo. Fue mi idea y mi carga. Lo único bueno que rescato de tanto trabajo son las tardes en que quienes trabajábamos allí nos recreábamos en el río disfrutando de la jornada concluida, esos en que luego de cenar nos juntábamos para charlar y reír contándonos lo sucedido ese día y compartíamos un cigarrillo o una cerveza en el pedregullo que hacía de playa para bajar al balneario del río; la sonrisa de Anika al probar por vez primera el alcohol y verla desvestirse para irse a dormir en su cabaña. Rescato su rostro de ángel iluminado por la luna en su cama bajo la ventana: suave, delicado, bello como la misma luna alumbrándolo todo esas noches; las sombras y las luces y el cielo preñado de estrellas. Todo eso rescato. Estarme enamorado nuevamente pero de esta niña rescato, levantarme muy temprano para ser yo quien le sirviera el desayuno y no otro apenas verla aparecer en la cocina( siempre buscando no mostrar demasiado interés en ella), llevarla a casa de su abuela cuando debía llevar a otros a ver a los suyos al pueblo y hacerla sentar cerca, rescato, verla nadar bajo la luz que alumbraba el balneario escondido entre las plantas, rescato; disfrutarla de lejos, rescato, desearla tanto…
Cada noche me acostaba pensándola, me desvelaba imaginándola entre mis brazos, la soñaba desnuda mirándome bajo el agua mientras se dejaba acariciar…Me obsesionaba la idea de tenerla, me enfermaba cada vez que se quedaba en casa de su abuela por una o dos noches y todo el lugar sin ella parecía vacío para mí, no tenía sentido esa empresa. Luego la traía y todo yo renacía desde las entrañas como un árbol quemado que se niega a morir: me apretaba el pecho un sentimiento de alborozo que no podía disimular aunque quisiera y ese lugar, el campamento, era el mejor lugar del mundo donde estar.

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