domingo, 17 de agosto de 2014

Camino al infierno

  Luego de un tiempo y varios presuntos asesinos encerrados y vueltos a soltar después, se descartó la idea de que quien había matado a esa mujer fuese alguien del pueblo y el caso se archivó: se cerró por orden del superintendente el único bar que había sobre la ruta principal y a donde solían llegarse todos los que estaban de paso y se hizo casi una persecución personal a todos los que entraban al pueblo por una razón u otra: se los sometía a una especie de interrogatorio en plena calle o donde se los encontrase. Nadie era bienvenido; todos eran potenciales asesinos de “nuestra gente”.
La mujer que asesiné supe luego que era una de las cajeras de ese negocio, estaba casada y tenía dos niños pequeños. Mi padre ofició la misa que la familia pidió en su responso al mes de su muerte y ahí los conocí a todos ellos; recuerdo haberles entregado en mano un mensaje que mi padre preparó para ellos en donde decía: “ Nadie puede separar las almas que Dios ha juntado y bendecido en matrimonio”. El hombre lloró tapándose la cara frente a mí mientras yo permanecía parado a centímetros de él y veía como los niños se abrazaban a sus piernas.
Me volví y solo salí de allí. Necesitaba tomar aire…pensar…Una y mil veces me repetí que no había sido yo, que yo no la había matado, que había sido un extraño que llegó al pueblo y luego siguió su camino…Yo no pude dejar a esos niños sin madre. No fui yo…
 Me hice a la idea de que, como rezan las escrituras, ella ya estaba en el paraíso y era gracias a mí después de todo: yo iría al infierno, de eso no había dudas para mí, pero ella ya estaba a salvo de todos sus pecados.
Al principio tuve muchos problemas para aceptarme un pecador, me hizo sentir muy mal y supo desvelarme noches enteras donde rezar y disculparme ante un dios que jamás me respondía se volvió una constante. Muchas veces estuve a punto de confesarme con mi padre pero algo siempre me detuvo y fue mejor así porque entonces no sabía que él no era un santo ni nada parecido a como se había presentado siempre ante todos (pero eso lo supe después, varios años después).

  Me fui a casa de mis abuelos maternos los dos años siguientes. Ellos vivían en una ciudad que quedaba a cuatro horas de mi pueblo y lo suficientemente lejos como para pensar. Estudié, trabajé en la ferretería de mi abuelo, me hice de varios amigos y hasta fumé y bebí con ellos en los bares del lugar; encontrándome lejos de la rigidez social y moral de mi comunidad fue sencillo ser “libre” y me sentí muy bien. Tuve sexo con prostitutas más de una vez y les pagué y se metieron en tinas con agua tibia cuantas veces quise obedeciéndome y las acaricié bajo el agua. Reviví tanto como pude mi fantasía: apagaba las luces hasta quedar en penumbras, llenaba la bañera con agua tibia hasta que rebasaba e inundaba el piso y luego les pedía que entraran allí desnudas; regaba el piso con pastillas de colores y me sentaba a mirarlas y acariciarlas hasta lograr el climax, entonces tenía sexo con ellas pero debían seguir fingiéndose muertas hasta que yo me fuera, ese era el trato. Siempre les pagaba bien, pero al final ninguna de las que tuve quiso seguir estando conmigo porque, decían, me tenían miedo, y al final me volví muy popular entre ellas: era el tipo con quien no debían ir porque “estaba loco”.
Yo nunca he estado loco. Los locos no comprenden lo que hacen pero yo sabía bien lo que hacía, ¡siempre lo supe!, por eso ellas no podían decir eso de mí pero yo no podía evitarlo. Ellas acostumbraban a ser maltratadas en la cama, a ser golpeadas, violadas, discriminadas, tratadas como basura…pero era “anormal” que alguien les pidiera fingirse muertas y las tratase dulcemente dentro de una bañera con agua tibia. ¡Eso era “anormal”,y no sus miserables vidas sino lo que yo les pedía!. Todo eso era una mierda, esa forma de pensar que tenían era una mierda.
Al final solo pude “socializar” con una prostituta que no solo no me temía en lo absoluto sino que me cobraba por hora y pedía cosas tan molestas para mí como que la llevase a cenar antes de ir a un hotel o que le pagase la cuenta de luz o gas de su casa en alguno de los autoservicios en los que parábamos antes de llevarla de vuelta. No era una mujer atractiva, ni joven ni simpática siquiera, pero no se quejaba de nada. Miento si digo que estar con ella me daba el placer que buscaba, nada más lejano, pero esa experiencia era algo que necesitaba y solo la repetía casi inconscientemente aunque con ella llegué a no tener sexo y cuando la acariciaba solo cerraba los ojos para imaginar a quien realmente quería estar tocando.
Frustrante, creo que esa es la definición que mejor cabe en este tramo de la historia: mi vida sexual era frustrante y algo similar a la ira me quemaba el pecho cada vez que una mujer me rechazaba.



jueves, 7 de agosto de 2014

El perfume de la muerte



  Después de esa experiencia pasé mucho tiempo intentando sentir lo mismo practicando esa especie de voyerismo inocente. Busqué sin conseguirlo obtener con la sola observación de otras mujeres que más o menos se parecían a ella esa sensación de estar contemplando a un ser realmente bello y excitante, pero fue en vano; solo lograba sentir una furia que no era más que la muestra cabal de mi impotencia y a esa edad, la adolescencia, eso fue muy difícil de controlar, requirió de toda una técnica que me auto impuse para no hacer lo que realmente me nacía hacer: destruirlo todo.
Acompañaba a mi padre a la iglesia cada mañana y tarde luego de volver de la escuela y le ayudaba a hacer reparaciones en paredes, bancos o la misma instalación eléctrica del lugar. Intentaba cansarme, buscaba cada vez acostarme agotado para no pensar en lo que pensaba pero era muy difícil, ni una sola vez pude cerrar los ojos en ese tiempo sin que aquella imagen de ella sumergida en agua tibia me llegara como principio y fin de mis deseos. Ya era un hecho que iba a tener que revivirlo pero eso me llevó unos cuatro años más y dos frustrantes relaciones “normales” que acabaron porque ninguna de ellas quería que nuestra primera relación sexual fuese solo tocarlas. Para entonces ya era conocido como un amante fracasado en todo el maldito pueblo y solo lograba cierto respeto gracias al buen nombre de mi familia.
No me aislé de todo solo porque mi madre insistió en que aprendiera el oficio de mi padre (como él lo aprendió de mi abuelo) y ello implicó tener contacto permanente no solo con los fieles que concurrían a nuestra iglesia sino participar activamente en las actividades que realizábamos haciendo excursiones con los niños que concurrían a la escuela de verano.
  Decidir hacerme con una mujer fue un acto surgido en el momento, como ya lo he dicho. Mi primer asesinato fue un acto improvisado: vi a una mujer que salía del supermercado por el que solía pasar camino a mi casa cada noche en que volvía tarde de la iglesia y solo me surgió acercarme con la excusa de pedirle la hora y ya no pude detenerme; le tapé la boca y la arrastré hasta unos arbustos que estaban a pocos pasos del estacionamiento y pronto la sometí dándole un golpe en la cabeza con una piedra y luego (más por miedo a que pudiese reconocerme después, que otra cosa) no pude no ahorcarla. Montado sobre ella apreté su cuello hasta que dejó de respirar. Sus ojos se quedaron mirándome fijo y sus manos aferradas como garras a mis ropas.
Recuerdo haber quitado mis manos de su cuello y notar, entre mi exaltación y ese golpeteo indescriptible que produce el corazón ante tal estado, sentir mis pantalones mojados; agacharme y olerle el cuello…tocarle el pelo…buscar la tibieza de su piel bajo las ropas con una desesperación nueva y desconocida en mí. Jamás la penetré, no era eso lo que realmente necesitaba, solo quería tocarla y eso hice hasta que una pareja se acercó y temí ser visto y me fui escurriéndome en la oscuridad.
 Después sucedió lo del terror a ser descubierto y me surgió esa paranoia que solo con el tiempo se me fue. Seguí el desarrollo de la investigación tanto por medios escritos como orales y me inventé fiebres y estados gripales para no salir de mi casa.
Nadie podía creer que en un lugar tan pequeño (apenas veinte mil habitantes), y con una cultura prácticamente basada en la moral y la religión hubiese un ser tan despreciable que pudiese quitarle la vida a alguien. Yo tampoco podía creerlo, pero no sentí que fuese un monstruo ni nada parecido cada vez que me vi en el espejo: solo era un muchacho, eso era, un muchacho que jamás había dañado a nadie …hasta entonces.