martes, 22 de julio de 2014

Los ojos de los perros

  Puedo asegurar que esta especie de inclinación se manifestó totalmente en mi adolescencia. No es que antes no sintiera deseos cada vez que veía a una joven que me gustara o llamara la atención en el instituto que estudiaba, pero fue la edad y no así el lugar lo que realmente definió lo que deseaba hacer: yo jamás pensaba en hacerles el amor cuando las miraba, quería matarlas. Pero de ese querer hasta que realmente logré mi objetivo pasaron casi veinte años.
Se equivocan quienes afirman que ciertos comportamientos suelen ir descubriendo nuestras inclinaciones desde niños como son las de no crear empatía con facilidad o maltratar a mascotas o personas cruelmente, no suele ser así. Intentar comprender actos tan violentos encasillándonos dentro de parámetros generales para cierto tipo de "antisociales" no es lo que yo haría. Si bien eso puede servir para hacer un perfil sobre el tipo de asesino que se está buscando no deberían olvidar que somos individuos con incentivos bien diversos a la hora de actuar; que hay quienes lo hacen porque necesitan descargar su furia en algún familiar y no se atreven y por eso la descargan en aquellos que se le parecen; que hay otros que solo son depredadores ocasionales sin un fin determinado más que el sexual; y los habemos meticulosos y sin más incentivo que el placer de darles un orgasmo mortal a la luz de la luna. Que las hacemos para siempre nuestras y las devolvemos mansamente a la tierra que las vio salir.

  Yo crecí en una granja donde el trabajo dignificaba y el culto a la salud era inculcado por mi madre cada día cocinando las verduras que cosechábamos a diario del huerto. Mi padre mataba cabritos de tanto en tanto para que no faltara la carne en nuestra dieta y, recuerdo como si lo estuviese viendo, rezaba siempre antes de clavarles el cuchillo en el pecho para que no sufrieran: después los acariciaba mientras les hablaba de los verdes campos adonde irían una vez muertos y no apuraba ese ritual piadoso sino hasta que los animales dejaban al fin de patear y respirar inútilmente buscando escapar de su destino. Entonces sí le quitábamos la piel, los colgábamos de un árbol y les abríamos la panza de norte a sur para dejar caer  sus intestinos, pulmones, corazón y demás vísceras en un balde que se usaba para eso; allí se escurría la sangre con ese peculiar olor a óxido que tanto me ha llamado la atención desde siempre. Jamás dejé de ver a los perros lamiendo la sangre tibia de ese balde, a sus hocicos rojos y ojos de miradas esquivas...

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