viernes, 20 de marzo de 2015

La boca que pare los silencios

Caminamos por un pasillo revestido de blancos azulejos que alguien se esmeraba en mantener limpios a fuerza de desinfectantes; el olor era muy fuerte. Pasamos varias puertas que quien nos guiaba tuvo abiertas hasta estar del otro lado y al final fue en aquellas últimas de color marrón donde señaló que estaban los cuerpos. Entramos. El olor era el mismo pero más penetrante. El médico autopsiante que nos recibió preguntó casi en un susurro a la anciana si aún quería hacer aquello y ella, aferrando con fuerza mi mano, asintió, entonces nos acercó a una especie de heladera que tenía varias puertas del tamaño de las nicheras que había en los cementerios y tiró de la manija de una de ellas hasta que una cama de acero que contenía el cuerpo embolsado apareció frente a nosotros. El frío que salió de allí nos heló el aliento. La anciana comenzó a temblar apenas ver aquella bolsa y sentí como su cuerpo todo se estremecía por la angustia, entonces comencé a rezar, lo hice despacio para que ella pudiese seguirme en el momento en que se sintiera más fuerte y así fue: rezamos pidiéndole paz a ese dios que todo lo ve y lo juzga como un padre recto que castiga o da fortuna a su mero antojo; le pedimos por un alma que debía habitar en ese cuerpo y yo hice salir como a demonios con fuego; ella la lloró y yo la alenté a “caminar por los senderos del señor dejándose guiar desnuda de miedos”, le hablé como si realmente me escuchara y le prometí la vida eterna que se ganan quienes sufren en silencio; le dije que su dios estaría allí, en ese paraíso que las sagradas escrituras nos han prometido, para recibirla, que él la protegía desde ahora y para siempre. Fue muy emotivo. Hasta casi me creí mis propias mentiras. Una vez que hube concluido hice la señal de la cruz en mi frente, luego en la de la anciana y poniendo mi mano sobre la bolsa cerrada con un cierre miré fijamente al médico que estaba frente a mí y pregunté si podía hacer la señal también sobre su frente para despedirla cristianamente. Él pensó un momento, dudó en abrir la bolsa pero al final lo hizo y dejó al descubierto aquel rostro que alguna vez fue hermoso mostrándonos lo que quedaba de él: una máscara blanca de violetas labios que jamás volverían a besar ni sonreír porque yo les di muerte. Toqué su frente y un escalofrío me recorrió de norte a sur llenándome de vida. Pensé en ese momento que así debía sentirse ser Dios. Desee besarla, ese fue el impulso que reprimí ferozmente, desee morderla y arrancarle un pedazo de ser posible, comérmela…ella no merecía ir a la tierra, merecía mis infiernos.
Ella ahora solo era un pedazo de carne que sería abierta y examinada de pie a cabeza para saber cómo murió y luego de descubrirlo buscar a quien provocó esa muerte, ya no era nada, pronto se reduciría a materia, se hincharía como esos perros que muertos se llenaban de gusanos y de un día para otro se les vaciaban los ojos y toda esa masa asquerosa que se los comía se movía bajo la piel como si el animal respirara; esos que me robaban mañanas y tardes enteras observándolos hasta que solo los huesos y parte de esa piel les quedaba, así sería ella: alimento de gusanos.

Todo el camino de vuelta la anciana lloró desconsoladamente sobre mi hombro. Hablaba cosas que no recuerdo sobre Anika; se culpaba de su triste final. Tras las ventanas del automóvil la vida parecía moverse a otro ritmo, el mundo estaba vivo y nosotros, ella y yo, parecíamos habernos detenido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario